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La única voz

  • Foto del escritor: Carlos L. Ríos
    Carlos L. Ríos
  • 28 may
  • 2 Min. de lectura

Acunar era algo nuevo, para las dos. Un acto de necesidad donde, al principio, el miedo se impone. Una mezcla confusa entre ternura y firmeza. Pero en ese momento nos dejamos guiar por algo más antiguo que el propio miedo: el instinto. Ese que, dicen, despierta justo cuando más se necesita. Que no se aprende, no se piensa, simplemente ocurre.


Terminé compensando con ambas emociones —creí que era la mejor opción—: por la ternura de descubrir por primera vez la sensación de estar juntas, y por la firmeza de saber que era solo contigo con quien ese momento debía tomar fuerza. Sin instrucciones. Sin planificar. Solo un cuerpo pidiendo ser sostenido, y otro que aceptaba sin condiciones.


Mujer joven abraza a un bebé con ternura. Rostros cercanos, gesto sereno. Una escena íntima, cálida y atemporal.
La única voz

A veces te costaba encontrar quietud. Lo sentía en todo mi ser. Tenías ese pulso inquieto, ese ritmo interior que aún no sabe detenerse cuando estamos cerca. Con el tiempo, el ritmo encontraba equilibrio, como si nuestros cuerpos recordaran algo que la mente aún no comprendía. Respirábamos a la vez, sin buscarlo. Y no era solo aire. Era como si cada latido, cada pausa entre un gesto y otro, se tejiera en una melodía compartida.


Y por un instante, todo encontraba su lugar.


No hablábamos. No todavía. ¿Recuerdas? Pero teníamos esa forma de comunicarnos sin una sola palabra. Como si el mundo, por emocionada compasión, nos concediera un momento suspendido solo para entendernos y ser. Juntas. Sin relojes. Sin preguntas. Sin testigos. Envueltas en una suavidad que nos mecía dentro de una intimidad silenciosa.


Recuerdo también los cansancios. Lo digo ahora sin pudor. Aquellos días densos en los que todo parecía más grande que ambas. Jornadas en las que la ternura pesaba como un abrigo mojado, y la convivencia se colaba entre las costuras de las horas. Momentos en los que dudé, sí. En los que no sabía si lo estaba haciendo bien, o si lo sabría alguna vez. Pero bastaba un gesto tuyo —mínimo, fugaz— para que algo en mí se recolocara. Como si supieras exactamente qué hacer… incluso sin saberlo.


Lo que no entendía entonces es que también tú, sin darte cuenta, nos sostenías.


La vida, con el tiempo, te lo va revelando. No era yo quien te anclaba a la vida. Eras tú quien me mantenía en ella. Parecías tan grande, y eras tan pequeña como yo…

Esa que aún no ha podido soltar ese instante exacto.


Hoy que ya he crecido, lo sé.

Y por eso vuelvo, desde la memoria, a aquel primer abrazo con el que me recibiste.

Y allí estabas tú, mamá.

Y yo, en silencio, te aprendía.

Con ternura.

Con firmeza.

Fotografía original en la que está basado el microrelato

Quito - Ecuador

Fotografía: elcreadordenubes

Mujer joven abraza a un bebé con ternura. Rostros cercanos, gesto sereno. Una escena íntima, cálida y atemporal.

Carlos L. Ríos

elecreadordenubes


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